- CALÍGINE -

- crónicas de una ciudad de horror - [un blog de Èmile Toujours]

[#1] ALGÚN VIEJO DISCO DE VINILO

Mi tía falleció un martes a la tarde. Fue velada esa noche y al día siguiente fue sepultada. Mejor dicho “archivada” en un nicho de cemento a un par de metros del suelo, pasando a formar parte de esa especie de “placard” repleto de cadáveres numerados. Se me encargó la tarea de limpiar y ordenar su viejo apartamento en un séptimo piso del edificio más alto del centro. El centro de Calígine, mi ciudad, es extraño. Parece preso de una eterna decadencia. Los negocios más flamantes, se marchitan en semanas y parecen sobrevivientes polvorientos de otro siglo. Por las noches todo se vuelve sepia y silencioso. El bullicio de bares y restorantes, se asordina tras las puertas cerradas casi con miedo. Nadie camina por allí a esas horas salvo los gatos. Y nosotros, claro. La gente del puerto. Haciendo honor a mi linaje, el viernes cerca de la medianoche caminé hacia la vivienda de mi difunta tía. La niebla decapitaba las estatuas de la plaza y colocaba algodones bajo mis pasos. Entré al edificio y subí las escaleras hasta el apartamento. Al entrar, un extraño olor entre ácido y dulce lastimó mi nariz y un leve movimiento se reflejó en el espejo ruinoso de la sala. Mi corazón comenzó a galopar arrítmicamente. “Tranquilo” pensé, “solo estás cansado”. Decidí dormir allí. Aún había comida y bebida de las últimas compras realizadas por la anciana. Descorché un vino, coloqué un disco de “Rafael” (el favorito de mi tía) en el viejo tocadiscos y me senté a beber frente a la ventana que daba al balcón, sin abrirla. Hacía frío y la niebla se apretaba contra los vidrios del ventanal mendigando el calor de la casa. Desperté con el dolor del frío serruchando mis brazos y aquel olor ácido y dulce revolviendo mis tripas. La ventana del balcón estaba abierta y las cortinas aleteaban como sucias palomas de ciudad. Los discos estaban desparramados por la habitación y el que había puesto a sonar antes de dormirme, se hallaba partido en tres o cuatro pedazos junto a la ventana. Uno de los perfumes de la vieja, descansaba sobre la mesa... Junté mis cosas, cerré apresuradamente la ventana y salí de aquel lugar, espantado por las imágenes que sugería mi alterada imaginación. Con un miedo infantil comiéndome la espalda, bajé las escaleras sin mirar nunca hacia atrás y me alejé del edificio hacia algún bar del puerto. Dos gatos corrieron a esconderse, asustados por mis pasos nerviosos. Luego, la curiosidad pudo más que el miedo. Pasada la agitación de la noche, decidí intentar comprender que sucedía en aquella casa. Monté guardia frente al edificio a la noche siguiente, deseando ver algo que me quitara el terror o lo confirmara. Sentado entre las sombras de un zaguán, con una petaca de ginebra para contrarrestar el frío, observé el edificio y el balcón del apartamento con ansiedad durante un par de horas. Serían las tres de la mañana cuando mis manos heladas buscaron la petaca para sorber el último trago de ginebra. Fue cuando mi nariz delató su presencia, percibiendo el penetrante olor entre ácido y dulce. La boca se me secó de golpe y busqué con la mirada el edificio, el balcón… Sobre la pared sepia, las largas uñas negras se clavaban rítmicamente, levantando fácilmente en cada brazada al cuerpo blanqui-verdoso, vestido con un liviano pijama. La cabellera canosa flotaba mezclándose con la niebla, formando un solo río lechoso. Avanzaba hacia arriba por la alta pared del edificio como un insecto, lenta, mecánicamente, pero sin esfuerzo. Me pareció escuchar algo parecido a un largo, continuado y muy bajo gemido. Permanecí inmóvil, mirando a esa mezcla de anciana y araña infernal subir por la pared hacia el balcón del apartamento. Cuando estuvo frente al ventanal, se quedó quieta por unos segundos y luego con un movimiento increíblemente veloz giró su cabeza hacia mí, manteniendo el cuerpo de espaldas. Me hundí en las sombras del zaguán, apretando entre mis manos la petaca vacía y ahogando un grito de horror en mi garganta. Sus ojos muertos se clavaron como estacas de hielo en los míos. Estaba seguro de que nadie podría verme cobijado en aquel oscuro zaguán, pero juro que miraba directamente a mis ojos. Su reseca y cuarteada boca se abrió muy despacio y el lamento resonó en mis sienes como si viniera desde mi memoria, haciéndose cada vez más fuerte, insoportable. Entonces cerré los ojos con fuerza, intentando desaparecer... No sé cuanto tiempo estuve así. Cuando los abrí, el espectro ya no estaba. Lejos y asordinado se escuchaba el bullicio de algún bar, o tal vez el sonido de algún viejo disco de vinilo.

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[#2] COLONOS

Por una de las rajaduras del techo, comenzaron a salir pequeños hombrecillos. Descolgándose por finísimos cables, descendieron hasta la mesa que estaba justo debajo. Me acerqué para verlos mejor. Eran pequeñas versiones de mis amigos y familiares, con ojos enormes completamente negros. Me gritaban y arrojaban pequeñas bolas de papel que masticaban previamente. Sostenían en sus manos cuadernos y hojas sueltas que nunca se acababan. Los rompían violentamente e introducían los trozos en sus bocas, que se abrían desproporcionadamente, dando la impresión de ser agujeros negros. Siguieron atacándome y arrojándome las babosas bolas de papel, mientras gritaban enloquecidos en un idioma incomprensible. Se acercaron rápidamente y saltaron sobre mí. Desesperado intenté quitármelos de encima a manotazos como si fueran arañas, pero se aferraban a mi ropa y mi cuerpo como hormigas carnívoras. Pensé en eso por una centésima de segundo y ataqué a un primo lejano presionando en su cuello con las uñas del pulgar y el índice enfrentadas. Desprendí su cuerpo, pero la cabeza continuó masticando desenfrenada mi hombro. Cada vez eran más. Descubría uno tras otro rostros de mi memoria saltando sobre mi cuerpo como abejas enfurecidas. Caí en el suelo presa de un ataque de pánico incontrolable y comencé a gritar como un niño aterrorizado. Pero mis gritos fueron ahogados por una muchedumbre de pequeños cuerpos que se amontonaban en mi boca, luchando por entrar. Mis oídos, mi nariz, mi boca, cada orificio de mi cuerpo, fueron vulnerados por la invasión de estos pequeños seres. Convulsioné por varios minutos mientras finos hilos de sangre indicaban las vías de entrada de los conquistadores. Desperté un par de horas después, sintiendo en mi interior una febril actividad. Mi pecho se hinchaba por momentos de manera grotesca. Al mirarme al espejo, veía detrás de mis pupilas un ajetreo diminuto e industrial. Los músculos y tendones de mis brazos y piernas, enviaban señales de tironeos internos que jamás había experimentado. Ya llevo varios meses acostumbrándome a mis nuevos pobladores. De vez en cuando, si me tomo unos tragos de más, suelo vomitar a algún despistado, a quien expulsa el diafragma en sus contracciones. Sea quien sea, en seguida se apresura a correr entre chapoteos hacia mi boca, y se desliza garganta abajo, hacia quién sabe qué rincón de mi colonizado cuerpo.

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[#3] DEFINITIVO

La carta sin remitente apareció en la mañana del sábado bajo mi puerta. El sobre negro lacrado contenía una breve nota en perfectos caracteres góticos que me invitaba a “…la Reunión Definitiva…”. Asumí que era para mí aunque no decía mi nombre, ¿para quién más sería? La reunión estaba marcada para el lunes a las veintiuna horas y recomendaba ser puntual. Según la dirección, el lugar era en las afueras de Calígine, en las cercanías del hipódromo. Todo el fin de semana fue una lenta y tediosa procesión de recuerdos. Pormenorizadamente recorrí los recovecos de mi mente buscando alguna señal que iluminara el motivo de aquella curiosa e inquietante invitación. Solo el recuerdo difuso de algún sueño se acompasaba con los ángulos de la escritura y se coloreaba con el mismo púrpura de la tinta. Meditaba sobre el asunto en el jardín, pero al cabo de un par de horas estaba más cerca del vacío que de algún hilo mental que me llevara al centro de aquel laberinto. Resolví no salir ese sábado por la noche aunque sabía necesario despejar mi cabeza, pero era imposible evitar el latido en mi pecho de un presagio que no me dejaba pensar y sin embargo me empujaba insistentemente a ello. Desde la ventana, observé las últimas nubes rojas sobre el río volverse densamente grises y corrí las cortinas. La niebla abrazó la casa y fue una noche inmensamente helada. El domingo pareció no amanecer. Nubarrones como dioses crueles, tornaron las horas en un eterno crepúsculo y no me aparté en todo el día de la biblioteca. Otra noche helada envolvió la existencia acompañada esta vez por una llovizna de púas. No pude dormir. Mis ojeras al atardecer del lunes, eran tan pronunciadas como mi exasperación. Había pasado desde la noche anterior, hora tras hora, examinando concienzudamente mis pasos desde donde la memoria alcanzaba hasta la llegada de la carta y no había encontrado nada que me acercara a descubrir los motivos de su existencia. Se aproximaba la hora de la reunión y sin saber por qué, me preparé ceremoniosamente, haciendo del baño y la elección del vestido un bizarro ritual, mezcla de purificación y canto de guerra. Confieso que la falta de sueño y el ajenjo me habían puesto de un humor propenso a ceder a impulsos estrafalarios. A las 20:30 llamaron a la puerta. Un hombre que parecía hecho de cartón gris apareció frente a mí cuando la abrí. Más atrás, en la calle, un viejo auto que me hizo recordar al antiguo Dodge de mi abuelo, esperaba con las puertas abiertas. Sin decir una palabra cerré la casa y subí al coche que el hombre de cartón condujo alejándonos de la costa, del centro, de la ciudad, hasta el lugar del encuentro. La vieja casa al estilo de casco de estancia, se erguía solitaria en el cruce de caminos. A su alrededor estaban estacionados una treintena de automóviles. Todos antiguos, todos negros, cada uno con su correspondiente chofer de cartón gris parado a un lado, estoico, bajo la densa y fría llovizna. Bajé del vehículo y corrí hacia la galería. La puerta principal estaba entreabierta y por allí escapaba el murmullo de una conversación encendida. Entré y solo por un segundo se detuvieron las voces, para seguir luego sin darme importancia. El espectáculo que observaron mis ojos incrédulos, cada vez más desorbitados, era inexplicable y terrorífico. Varias decenas de hombres y mujeres reunidos en torno a una enorme y larga mesa, discutían sobre la muerte inaplazable de alguien. Ese alguien era yo. Y créanlo, todos tenían el mismo rostro… ¡Mi rostro! Con barba, sin barba, caras con cicatrices, límpidas perfectas, jóvenes, viejos, flacos, gordos, mujeres, hombres, altas, bajas… todos con el mismo rostro, las mismas facciones, ¡las mías! Quedé petrificado por el miedo, pero nadie parecía notar mi presencia. Seguían entrando más y más por las distintas puertas del lugar, chocándome al pasar, si mirarme siquiera. Seguían entrando y eran cada vez más extraños. Hombres rata de fétido aroma con mi rostro desfigurado, hombres perro con mi expresión más sumisa y rencorosa, mujeres emplumadas con mis uñas descalcificadas convertidas en garras, mujeres-cabra con mi barba y mis ojos hundidos, hombres-lagarto con mi rostro cubierto de escamas y una viscosa lengua bífida hablando de muerte. El bullicio fue en aumento hasta hacerse insoportable y entre aullidos mis réplicas lobo brindaron con jarras de sangre por la victoria que alcanzarían, sacrificándome, cuando la noche fuera más profunda. De un momento a otro, como respondiendo a un llamado, se movieron como una bandada de murciélagos hacia afuera, profiriendo risas desencajadas y gruñidos de toda clase, arengándose, animándose unos a otros a consumar el festín de sangre. Desde el rincón más alejado observé todo aquel despliegue sin poder articular una sola palabra, que igualmente hubiera proferido en vano. Un valor irracional me asaltó y salí corriendo tras ellos hacia afuera gritando “¡No! ¡No me maten! ¡No me maten por favor! ¡No!” Los vehículos ya se alejaban y mi chofer de cartón ya no estaba allí, ni el auto. Desesperado corrí hacia la calle, hundiendo mis pies en el barro, ahogándome en un llanto histérico sin lágrimas. Vi que se acercaba un vehículo en dirección al centro y le hice señas pero siguió a toda velocidad, empapándome con agua barrosa de pies a cabeza al pasar. Caminé y caminé. Caminé hacia mi casa rendido, mientras la noche más profunda me abrazaba. Poco a poco fui calmándome y notando cada vez más el frío denso de la niebla de Calígine. Dudando de la realidad de lo que había vivido, comprendí que mis supuestos verdugos no me encontrarían en casa y comencé a reír convulsamente como un desquiciado. Nada tenía sentido. Llegué a casa pasada la medianoche. Por un momento temí encontrarme con una macabra fiesta sorpresa y me demoré unos segundos frente a la puerta. Cerré los ojos y entré. Todo estaba tranquilo. Me di una larga ducha caliente y luego preparé un café. Bajo el rumor de la lluvia nocturna, en mi biblioteca, todo parecía estar bien otra vez. Me acerqué al escritorio buscando mis cuadernos de notas y al abrir uno de los cajones mi mente se confundió tanto que ya no supe quién era realmente. Allí en el cajón, descansaban recortes de papel negro igual al usado en el sobre recibido el sábado anterior. Había restos de lacre, el mismo lacre usado en la carta. Allí, descansaban varias plumas y en uno de mis cuadernos de notas descubrí prolijos ejercicios caligráficos que iban desde mi propia letra hasta perfectos caracteres góticos... En una esquina del cajón, se encontraba caído, goteando sus restos como en una lenta hemorragia, un pequeño frasco de tinta púrpura.