Estaba sentada sobre el césped artificial de su habitación de meditación, en el cuarto piso de una casi-ciudad, o de un pueblo que habÃa dejado de serlo en algún momento que a ella le habÃa pasado desapercibido, cuando la población superó los 50.000 habitantes. En ese intento de campo, cerró los ojos y atravesó una especie de espiral imaginaria hasta llegar a un lugar completamente diferente, donde olÃa a tierra húmeda y no a pis de gato sobre la moqueta, imposible de quitar por mucho amoniaco que pusieras. Era pronto por la mañana, se sorprendió de haber madrugado tanto. Una hierba húmeda y larga se inclinaba sobre sus botas desgastadas. Sonrió al ver una mariquita, haciendo sus cosas de mariquita sobre las verdes briznas. Al alzar la vista, pudo ver que se encontraba en el jardÃn de una casa blanca con macetas de coloridas flores colgando del techo de un porche de madera. Pensó que algún dÃa conocerÃa el nombre de todas las flores y los pájaros que encontrara, y entonces se enorgullecerÃa de enseñárselos a las demás personas. Le parecÃa justo que aprendieran a nombrar otras cosas que no fueran ellas mismas. Al subir las escaleras para entrar a la casa, crujió uno de los tres escalones, con un sonido que le pareció que tenÃa su encanto; aunque esperaba que no ocurriera lo mismo con las puertas, cuyo chirrido, elucubraba, serÃa más molesto. AsumÃa que la puerta estarÃa abierta, y asà fue. Suspiró de alivio ante su silenciosa apertura. Imaginó que ahora vendrÃa su gato a recibirla y restregarÃa su lomo contra su pierna, pero era un pensamiento bonito y triste, porque sabÃa que su gato estaba en un mundo al que no podÃa acceder y en el que era imposible que se encontraran. Asà que, aun en su imaginación, solo podÃa imaginarlo. Como esperaba, el interior estaba sin amueblar, lo cual le permitió tomar todo tipo de decisiones sobre dónde irÃa qué en ese lugar del que se proponÃa hacer su hogar. Con toda probabilidad, se encontraba ante lo que se suponÃa era un salón, pero nadie podÃa impedir que en su salón tuviera una cama a ras de suelo, donde poder pasar el rato leyendo entre mantas. A decir verdad, casi no podÃa imaginar nada más dentro de la casa, ya que pasarÃa la mayor parte de su tiempo fuera. Cogiendo ramos silvestres, observando bichos, descifrando el canto de los pájaros (porque sin duda debÃan estar diciéndose algo). TendrÃa una bicicleta, ya la estaba viendo aparcada junto a la valla del jardÃn, con la que irÃa a comprar, a saludar a los vecinos o a descubrir caminos hacia destinos misteriosos. TomarÃa muchas infusiones, quizás de manzanilla cogida por ella misma, y se mojarÃa los pies en un arroyo que, sin duda, habÃa por allà cerca. Incluso podrÃa haber un manantial donde coger el agua más pura que haya existido jamás, todo ello cerca de su casa, en cuyo jardÃn siempre serÃan bienvenidos los jabalÃes y los ciervos. Pero de momento, ese césped artificial era todo lo que tenÃa, y además era prestado. Como ella decÃa: de momento habitaba su propio cuerpo, hasta que pudiera habitar algo más. Algo digno de ser habitado por aquellas almas que necesitan expandirse tanto que, en ocasiones, hasta el universo se les queda pequeño.