[#2] COLONOS

Por una de las rajaduras del techo, comenzaron a salir pequeños hombrecillos. Descolgándose por finísimos cables, descendieron hasta la mesa que estaba justo debajo. Me acerqué para verlos mejor. Eran pequeñas versiones de mis amigos y familiares, con ojos enormes completamente negros. Me gritaban y arrojaban pequeñas bolas de papel que masticaban previamente. Sostenían en sus manos cuadernos y hojas sueltas que nunca se acababan. Los rompían violentamente e introducían los trozos en sus bocas, que se abrían desproporcionadamente, dando la impresión de ser agujeros negros. Siguieron atacándome y arrojándome las babosas bolas de papel, mientras gritaban enloquecidos en un idioma incomprensible. Se acercaron rápidamente y saltaron sobre mí. Desesperado intenté quitármelos de encima a manotazos como si fueran arañas, pero se aferraban a mi ropa y mi cuerpo como hormigas carnívoras. Pensé en eso por una centésima de segundo y ataqué a un primo lejano presionando en su cuello con las uñas del pulgar y el índice enfrentadas. Desprendí su cuerpo, pero la cabeza continuó masticando desenfrenada mi hombro. Cada vez eran más. Descubría uno tras otro rostros de mi memoria saltando sobre mi cuerpo como abejas enfurecidas. Caí en el suelo presa de un ataque de pánico incontrolable y comencé a gritar como un niño aterrorizado. Pero mis gritos fueron ahogados por una muchedumbre de pequeños cuerpos que se amontonaban en mi boca, luchando por entrar. Mis oídos, mi nariz, mi boca, cada orificio de mi cuerpo, fueron vulnerados por la invasión de estos pequeños seres. Convulsioné por varios minutos mientras finos hilos de sangre indicaban las vías de entrada de los conquistadores. Desperté un par de horas después, sintiendo en mi interior una febril actividad. Mi pecho se hinchaba por momentos de manera grotesca. Al mirarme al espejo, veía detrás de mis pupilas un ajetreo diminuto e industrial. Los músculos y tendones de mis brazos y piernas, enviaban señales de tironeos internos que jamás había experimentado. Ya llevo varios meses acostumbrándome a mis nuevos pobladores. De vez en cuando, si me tomo unos tragos de más, suelo vomitar a algún despistado, a quien expulsa el diafragma en sus contracciones. Sea quien sea, en seguida se apresura a correr entre chapoteos hacia mi boca, y se desliza garganta abajo, hacia quién sabe qué rincón de mi colonizado cuerpo.

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