[#3] DEFINITIVO

La carta sin remitente apareció en la mañana del sábado bajo mi puerta. El sobre negro lacrado contenía una breve nota en perfectos caracteres góticos que me invitaba a “…la Reunión Definitiva…”. Asumí que era para mí aunque no decía mi nombre, ¿para quién más sería? La reunión estaba marcada para el lunes a las veintiuna horas y recomendaba ser puntual. Según la dirección, el lugar era en las afueras de Calígine, en las cercanías del hipódromo. Todo el fin de semana fue una lenta y tediosa procesión de recuerdos. Pormenorizadamente recorrí los recovecos de mi mente buscando alguna señal que iluminara el motivo de aquella curiosa e inquietante invitación. Solo el recuerdo difuso de algún sueño se acompasaba con los ángulos de la escritura y se coloreaba con el mismo púrpura de la tinta. Meditaba sobre el asunto en el jardín, pero al cabo de un par de horas estaba más cerca del vacío que de algún hilo mental que me llevara al centro de aquel laberinto. Resolví no salir ese sábado por la noche aunque sabía necesario despejar mi cabeza, pero era imposible evitar el latido en mi pecho de un presagio que no me dejaba pensar y sin embargo me empujaba insistentemente a ello. Desde la ventana, observé las últimas nubes rojas sobre el río volverse densamente grises y corrí las cortinas. La niebla abrazó la casa y fue una noche inmensamente helada. El domingo pareció no amanecer. Nubarrones como dioses crueles, tornaron las horas en un eterno crepúsculo y no me aparté en todo el día de la biblioteca. Otra noche helada envolvió la existencia acompañada esta vez por una llovizna de púas. No pude dormir. Mis ojeras al atardecer del lunes, eran tan pronunciadas como mi exasperación. Había pasado desde la noche anterior, hora tras hora, examinando concienzudamente mis pasos desde donde la memoria alcanzaba hasta la llegada de la carta y no había encontrado nada que me acercara a descubrir los motivos de su existencia. Se aproximaba la hora de la reunión y sin saber por qué, me preparé ceremoniosamente, haciendo del baño y la elección del vestido un bizarro ritual, mezcla de purificación y canto de guerra. Confieso que la falta de sueño y el ajenjo me habían puesto de un humor propenso a ceder a impulsos estrafalarios. A las 20:30 llamaron a la puerta. Un hombre que parecía hecho de cartón gris apareció frente a mí cuando la abrí. Más atrás, en la calle, un viejo auto que me hizo recordar al antiguo Dodge de mi abuelo, esperaba con las puertas abiertas. Sin decir una palabra cerré la casa y subí al coche que el hombre de cartón condujo alejándonos de la costa, del centro, de la ciudad, hasta el lugar del encuentro. La vieja casa al estilo de casco de estancia, se erguía solitaria en el cruce de caminos. A su alrededor estaban estacionados una treintena de automóviles. Todos antiguos, todos negros, cada uno con su correspondiente chofer de cartón gris parado a un lado, estoico, bajo la densa y fría llovizna. Bajé del vehículo y corrí hacia la galería. La puerta principal estaba entreabierta y por allí escapaba el murmullo de una conversación encendida. Entré y solo por un segundo se detuvieron las voces, para seguir luego sin darme importancia. El espectáculo que observaron mis ojos incrédulos, cada vez más desorbitados, era inexplicable y terrorífico. Varias decenas de hombres y mujeres reunidos en torno a una enorme y larga mesa, discutían sobre la muerte inaplazable de alguien. Ese alguien era yo. Y créanlo, todos tenían el mismo rostro… ¡Mi rostro! Con barba, sin barba, caras con cicatrices, límpidas perfectas, jóvenes, viejos, flacos, gordos, mujeres, hombres, altas, bajas… todos con el mismo rostro, las mismas facciones, ¡las mías! Quedé petrificado por el miedo, pero nadie parecía notar mi presencia. Seguían entrando más y más por las distintas puertas del lugar, chocándome al pasar, si mirarme siquiera. Seguían entrando y eran cada vez más extraños. Hombres rata de fétido aroma con mi rostro desfigurado, hombres perro con mi expresión más sumisa y rencorosa, mujeres emplumadas con mis uñas descalcificadas convertidas en garras, mujeres-cabra con mi barba y mis ojos hundidos, hombres-lagarto con mi rostro cubierto de escamas y una viscosa lengua bífida hablando de muerte. El bullicio fue en aumento hasta hacerse insoportable y entre aullidos mis réplicas lobo brindaron con jarras de sangre por la victoria que alcanzarían, sacrificándome, cuando la noche fuera más profunda. De un momento a otro, como respondiendo a un llamado, se movieron como una bandada de murciélagos hacia afuera, profiriendo risas desencajadas y gruñidos de toda clase, arengándose, animándose unos a otros a consumar el festín de sangre. Desde el rincón más alejado observé todo aquel despliegue sin poder articular una sola palabra, que igualmente hubiera proferido en vano. Un valor irracional me asaltó y salí corriendo tras ellos hacia afuera gritando “¡No! ¡No me maten! ¡No me maten por favor! ¡No!” Los vehículos ya se alejaban y mi chofer de cartón ya no estaba allí, ni el auto. Desesperado corrí hacia la calle, hundiendo mis pies en el barro, ahogándome en un llanto histérico sin lágrimas. Vi que se acercaba un vehículo en dirección al centro y le hice señas pero siguió a toda velocidad, empapándome con agua barrosa de pies a cabeza al pasar. Caminé y caminé. Caminé hacia mi casa rendido, mientras la noche más profunda me abrazaba. Poco a poco fui calmándome y notando cada vez más el frío denso de la niebla de Calígine. Dudando de la realidad de lo que había vivido, comprendí que mis supuestos verdugos no me encontrarían en casa y comencé a reír convulsamente como un desquiciado. Nada tenía sentido. Llegué a casa pasada la medianoche. Por un momento temí encontrarme con una macabra fiesta sorpresa y me demoré unos segundos frente a la puerta. Cerré los ojos y entré. Todo estaba tranquilo. Me di una larga ducha caliente y luego preparé un café. Bajo el rumor de la lluvia nocturna, en mi biblioteca, todo parecía estar bien otra vez. Me acerqué al escritorio buscando mis cuadernos de notas y al abrir uno de los cajones mi mente se confundió tanto que ya no supe quién era realmente. Allí en el cajón, descansaban recortes de papel negro igual al usado en el sobre recibido el sábado anterior. Había restos de lacre, el mismo lacre usado en la carta. Allí, descansaban varias plumas y en uno de mis cuadernos de notas descubrí prolijos ejercicios caligráficos que iban desde mi propia letra hasta perfectos caracteres góticos... En una esquina del cajón, se encontraba caído, goteando sus restos como en una lenta hemorragia, un pequeño frasco de tinta púrpura.