[#1] ALGÚN VIEJO DISCO DE VINILO

Mi tía falleció un martes a la tarde. Fue velada esa noche y al día siguiente fue sepultada. Mejor dicho “archivada” en un nicho de cemento a un par de metros del suelo, pasando a formar parte de esa especie de “placard” repleto de cadáveres numerados. Se me encargó la tarea de limpiar y ordenar su viejo apartamento en un séptimo piso del edificio más alto del centro. El centro de Calígine, mi ciudad, es extraño. Parece preso de una eterna decadencia. Los negocios más flamantes, se marchitan en semanas y parecen sobrevivientes polvorientos de otro siglo. Por las noches todo se vuelve sepia y silencioso. El bullicio de bares y restorantes, se asordina tras las puertas cerradas casi con miedo. Nadie camina por allí a esas horas salvo los gatos. Y nosotros, claro. La gente del puerto. Haciendo honor a mi linaje, el viernes cerca de la medianoche caminé hacia la vivienda de mi difunta tía. La niebla decapitaba las estatuas de la plaza y colocaba algodones bajo mis pasos. Entré al edificio y subí las escaleras hasta el apartamento. Al entrar, un extraño olor entre ácido y dulce lastimó mi nariz y un leve movimiento se reflejó en el espejo ruinoso de la sala. Mi corazón comenzó a galopar arrítmicamente. “Tranquilo” pensé, “solo estás cansado”. Decidí dormir allí. Aún había comida y bebida de las últimas compras realizadas por la anciana. Descorché un vino, coloqué un disco de “Rafael” (el favorito de mi tía) en el viejo tocadiscos y me senté a beber frente a la ventana que daba al balcón, sin abrirla. Hacía frío y la niebla se apretaba contra los vidrios del ventanal mendigando el calor de la casa. Desperté con el dolor del frío serruchando mis brazos y aquel olor ácido y dulce revolviendo mis tripas. La ventana del balcón estaba abierta y las cortinas aleteaban como sucias palomas de ciudad. Los discos estaban desparramados por la habitación y el que había puesto a sonar antes de dormirme, se hallaba partido en tres o cuatro pedazos junto a la ventana. Uno de los perfumes de la vieja, descansaba sobre la mesa... Junté mis cosas, cerré apresuradamente la ventana y salí de aquel lugar, espantado por las imágenes que sugería mi alterada imaginación. Con un miedo infantil comiéndome la espalda, bajé las escaleras sin mirar nunca hacia atrás y me alejé del edificio hacia algún bar del puerto. Dos gatos corrieron a esconderse, asustados por mis pasos nerviosos. Luego, la curiosidad pudo más que el miedo. Pasada la agitación de la noche, decidí intentar comprender que sucedía en aquella casa. Monté guardia frente al edificio a la noche siguiente, deseando ver algo que me quitara el terror o lo confirmara. Sentado entre las sombras de un zaguán, con una petaca de ginebra para contrarrestar el frío, observé el edificio y el balcón del apartamento con ansiedad durante un par de horas. Serían las tres de la mañana cuando mis manos heladas buscaron la petaca para sorber el último trago de ginebra. Fue cuando mi nariz delató su presencia, percibiendo el penetrante olor entre ácido y dulce. La boca se me secó de golpe y busqué con la mirada el edificio, el balcón… Sobre la pared sepia, las largas uñas negras se clavaban rítmicamente, levantando fácilmente en cada brazada al cuerpo blanqui-verdoso, vestido con un liviano pijama. La cabellera canosa flotaba mezclándose con la niebla, formando un solo río lechoso. Avanzaba hacia arriba por la alta pared del edificio como un insecto, lenta, mecánicamente, pero sin esfuerzo. Me pareció escuchar algo parecido a un largo, continuado y muy bajo gemido. Permanecí inmóvil, mirando a esa mezcla de anciana y araña infernal subir por la pared hacia el balcón del apartamento. Cuando estuvo frente al ventanal, se quedó quieta por unos segundos y luego con un movimiento increíblemente veloz giró su cabeza hacia mí, manteniendo el cuerpo de espaldas. Me hundí en las sombras del zaguán, apretando entre mis manos la petaca vacía y ahogando un grito de horror en mi garganta. Sus ojos muertos se clavaron como estacas de hielo en los míos. Estaba seguro de que nadie podría verme cobijado en aquel oscuro zaguán, pero juro que miraba directamente a mis ojos. Su reseca y cuarteada boca se abrió muy despacio y el lamento resonó en mis sienes como si viniera desde mi memoria, haciéndose cada vez más fuerte, insoportable. Entonces cerré los ojos con fuerza, intentando desaparecer... No sé cuanto tiempo estuve así. Cuando los abrí, el espectro ya no estaba. Lejos y asordinado se escuchaba el bullicio de algún bar, o tal vez el sonido de algún viejo disco de vinilo.

***